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Crónicas de la Nada

La Vida sigue

La Vida sigue

La Vida sigue, me dije, en un afán casi inútil de convencerme que todo podía seguir igual.

Miré los senderos  asfaltados que formaban el centro circulatorio de ese complejo hospitalario, y vi mucha gente ajena a mi vida que coincidentalmente en ese momento tan trascendental atinaba a cruzar su camino  con el mío.

Nada es fortuito en los momentos de dolor. Un pareja entrada en años caminaba, apoyados mitad en un bastón, mitad uno en el otro. Poca fuerza quedaba ya en sus cuerpos, pero eran ejemplo vivo de que la unión hace la fuerza.

Una joven madre caminaba con sus niños, uno en brazos, y otro de la mano. Recordé a Emiliano, ahora convertido en una bolita de carne muy sonriente, que no tenía ni la mitad de los años del menor de esos pequeños.

Una joven estudiante iba embelesada viendo al amigo con el que caminaba. Ahí nace un amor, pensé. Quizá efímero, quizá eterno, pero que dará al menos una pizca de felicidad a esos muchachos.

La Vida sigue, reflexioné. La Vida no se detuvo ni un sólo instante ese martes 13 de mayo de hace 4 años cuando Paquito finalmente dejó de luchar y permitió que su corazón, maltrecho por una bacteria anónima y cruel, descansara.

No sé si su descanso vale  el dolor de una madre. Es un dolor eterno, inagotable. Es la maldición de Eva, que perdió a dos hijos al mismo tiempo, uno muerto a manos de su hermano, y el otro, en el olvido de los hombres, proscrito de la Ley de Dios.

Pero basta ver morir un hijo para que la Madre muera con él. Aunque camine, coma, ría, salga a pasear, discuta con los otros hijos. Ya nada es igual.

Esa tarde le dije a mi hijo: "Tu debías de enterrarme, no yo a ti". El dolor nos hace egoístas, sólo pensamos en nosotros, y olvidamos que otros sufren tanto o más.

Cada uno magnifica su dolor. Muchas veces, cuando alguien llegaba a darnos ánimo terminaba por contarnos cuánto sufría por la pérdida de un padre, una madre, un esposo o un hermano.

Perder a los papás duele mucho, sin duda. Pero es la ley de la vida que se vayan antes. Ver partir a un cónyuge duele, cierto. Pero siempre podremos encontrar a otra persona para compartir el futuro que se perdió. Cuando un hermano muere, siempre se encuentra el consuelo.

Los hijos son distintos. En cuatro años ha platicado con muchas personas que vieron a la Muerte llevarse a uno de sus descendientes. Para nadie la vida fue igual.

La vida sigue, sin embargo.

Aprendí a vivir con dolor, porque nunca se agota. Comprendí que cada día pensarás en ese hijo, y seguirás incluyéndolos en tus oraciones. Entendí que aunque no lo veas, frecuentemente nos visita.

La Muerte es sólo continuación de la Vida. Porque la Vida siempre se impone, aún sobre la muerte física. Aún sobre esa muerte parcial que abatió nuestros corazones.

La Vida es Dios, y por tanto es eterna. La Vida sigue, sin duda.

El Cinco

El Cinco

Tengo tantos primos que podría escribir mil sagas con sus historias. Alguna vez me percaté con sorpresa que cualquier anécdota que me contaran, también había ocurrido en la familia.


Juan y Sara tuvieron 12 hijos en un orden perfecto. Primero seis varones, después seis mujeres, y entre todos ellos les dieron 70 nietos, incluido yo.

Y en el lado paterno, es otra historia, porque Eustolia y Porfirio, cada uno con un matrimonio previo, crearon sin saber una saga donde los Cien Años de Soledad se quedan cortos. 

En total, 46 primos más los cinco hijos de don Pancho, que por cierto, fue el Benjamín de la familia. Gracias a eso, contaba Papá, aunque su hermana Lupe se casó con su Primo Antonio, ellos no eran parientes entre si. Todo un  galimatías generacional.

También por eso tengo primas con la edad suficiente para ser mis abuelas, como la prima  Nacha, y desde mis tiernas mocedades, algunos sobrinos nietos que me llevan varios años en edad.

El caso es que nunca supe cómo Chayito podía acordarse de los cumpleaños de los 111 sobrinos, y luego de la mayoría de los hijos de los sobrinos. Con el tiempo descubrí que esa es una virtud eminentemente femenina.

Yo sólo me sé el cumpleaños de José Alfredo, hijo de la prima mayor de los Esquivel, María  de Jesús. 

Lo curioso es que muchos primos no saben ni cómo se llama. Y es que José Alfredo fue el hijo número cinco de mi prima, y se le ocurrió nacer -así me lo contaron- a las cinco horas del día cinco, del mes cinco, del año setenta y cinco.

Su abuelo, mi tío José, tan respetuoso que a todos sus sobrinos y nietos nos hablaba de usted, pero tan irreverente y alegre que a todos les ponía apodos, no tuvo problemas para hallarle el más adecuado al entonces nuevo nieto: El Cinco.

Y así se sigue llamando a sus 43 años que cumple hoy. 





El trabajo

El trabajo

Era yo tan niño que no recuerdo si andaba en los ocho o nueve años cuando una tarde llegó Papá y me dio la terrible noticia: Te conseguí trabajo.
¿Cómo? Si yo todo lo que quería era jugar por las mañanas, y por las tardes quedarme tirado en la cama con un libro en las manos mientras esperaba que el sol se escondiera tras la Sierra Madre para poder salir a la calle sin peligro de una insolación.
Pero las órdenes de don Pancho no se discuten, y aunque no ordenaba, lo que dijera el Viejo –ni esperanzas de decirle entonces así, claro- era ley para nosotros. 
Así que escondí mi pereza bajo la cama, para que nadie la viera, y camine las dos cuadras hasta llegar a Vasconcelos, donde estaba la Tienda de Don Chuy, para ponerme a sus órdenes.
Todos los tardes durante esas vacaciones trabajé largas jornadas de tres horas a cambio de un salario de doce pesos con 50 centavos, equivalente a un dólar diario.
Los niños no sabemos nada de economía, así que pasaron muchos años para que me enterara que la OCDE cataloga como pobres a todos los que perciben apenas ese ingreso.
Como no lo sabía, me sentí más pudiente que un Rockefeller, porque entonces no existía Carlos Slim. En un mundo de apenas un escaso kilómetro a la redonda - equivalente de mi casa a la escuela o de casa a la de los abuelos-, ese dinero bastaba para ser rico. No, rico no, millonario, porque podía comprar muchos dulces, panecitos, refrescos, y lo que se me ocurriera.
No contaba con que al recibir el primer sueldo, la autoridad paterna iba a sugerir que como hombre de trabajo, debería darle algo a mamá, así que todo mi dinero y las ilusiones que habían arraigado con él, fueron a dar a manos de mi Madre.
Él nunca me pidió un centavo. Ni entonces ni cuando fui mayor y tuve para compartirle. Incluso a veces, ya viejo, sacaba un billete arrugado y me lo regalaba.
Lo que me dio, en realidad, fue una lección de Vida. Me enseñó que el trabajo es parte de la vida, y cuando lo haces con gusto, honradamente, trae felicidad y bienestar.
Y aprendí que el dinero sirve cuando lo usas para que tu Clan viva mejor.
Hoy es día del trabajo y sería cumpleaños de don Pancho, si no se le hubiera ocurrido irse hace casi cuatro años, igual que todos los Zúñiga, perfectamente sano y en plena juventud.
Quizá por eso recordé esa historia y la quise compartir.

El destino de Eva

El destino de Eva

El destino de Eva es tener siempre el corazón traspasado por una espada.

Ella y sus descendientes.

El dolor siempre acompaña al Amor, y Eva ama tanto que es imposible para ella no sufrir cuando a sus seres queridos les agobia los sinsabores.

Ama porque es madre, y sufre por lo mismo.

Si el hijo cae, a Eva le duelen sus heridas. Si no tiene dinero, a ella se le parte el corazón. Si fracasa, Eva llora con él.

El dolor más grande es cuando un hijo parte antes que ella, porque entonces Eva muere con él.

No es un castigo, es su destino.

Nadie es capaz de amar tanto como ella, y a nadie ama tanto como a sus hijos. Y por nadie sufre más que por ellos.

Todas las descendientes de Eva están marcadas por el mismo sortilegio. Ni siquiera María, madre de Dios, pudo escapar a ese destino.

Es su destino sufrir por amor.

Un café con la Vida

Un café con la Vida

De vez en cuando la vida toma conmigo café...

Negro y sin azúcar, como corresponde a los conocedores.

Con galletas, como corresponde a los valientes que no tememos ni a los kilos ni a la diabetes.

Por unos momentos, Emiliano baja del torbellino donde vive y me concede el honor de contarme sus historias. Las desgrana con pocas palabras y muchos gestos, con una paciencia tan grande que puede repetir la misma frase mil veces, hasta que lo comprendo.

Me gusta platicar con él porque me ayuda a comprender los misterios de la vida con su irrefutable lógica infantil. Tiene cuatro años y un montón de batallas ganadas. No lo sabe, pero si hay suficiente café en el mundo, alguna tarde reservada en el futuro, se lo contaré.

Por lo pronto, cada día luchamos juntos -sin que tampoco lo sepa- por vencer el principal escollo que tenemos en la larga batalla vivir.

Hace 47 meses la Vida -y la Vida es Dios- nos impuso la tarea de soldar un nudo para reparar el eslabón roto en la cadena generacional. No ha sido fácil, pero hasta ahora hemos encontrado la fórmula para que no pesen ese medio siglo de diferencia que median entre nosotros.

Tiene un padre en el Cielo, y no me toca sustituirlo. Pero ante esa ausencia, dejé de ser abuelo. No sé que somos, en realidad, pero lo disfruto y confío en que esa buena relación permitirá en el futuro encontrar las concordancias que siempre se necesitan entre dos seres tan separados por la edad.

Por lo pronto, tomamos café. Emiliano y yo recordamos que hace 47 años, la Vida nos obligó a tomarnos de la mano para no caer al abismo.

Y en ese convivir diario, podemos percibir entre nosotros la presencia de Paquito, su papá, como puente perfecto para hacer desaparecer esa diferencia de medio siglo.

Mi Cielo

Mi Cielo

He tocado el Cielo.

Estaba ahí, a mi alcance, lo acaricie con mis manos, lo acune en mis brazos, luego de tenerlo tanto tiempo sólo en mi mente, y a veces, en la lejanía, perdido en mis ojos.

Para alcanzar el Cielo no basta una escalera grande y una chiquita, como dice La Bamba.

Se necesita ser muy alto para tocarlo, o muy bueno para alcanzarlo, y yo ni soy tan alto, ni soy tan bueno. Sólo quedaba la perseverancia.

Y hallar el lugar y el momento adecuado.

Lo encontré, y el Cielo fue mío. Es mío, porque quien lo alcanza, lo conserva para siempre.

Es un Cielo hermoso, diáfano, aunque a veces aparecen algunos nubarrones. Pero la experiencia me enseñó que siempre serán momentáneos, y cuando se van, aparece nuevamente la belleza azul del firmamento.

Hay días en que no aparece, pero siempre está ahí, nunca falla.

Es mi Cielo, el que logré alcanzar, aunque haya tenido que viajar muchos kilómetros y escalar un montón de montañas para alcanzarlo.

Mujeres

Mujeres

Son enigmáticas, impredecibles y encantadoras.

Nunca sabes cómo reaccionar ante ellas, porque si te dicen que no, es que sí, y si te piden que no hagas algo, aunque sea con una sonrisa radiante, al día siguiente te reclaman que no lo hiciste.

Mujeres al fin. 

Tengo muchas en mi vida, porque ha sido mujer la que me dio la vida, la que me hizo hombre, la que me enseñó a protegerlas, la que me mostró nuevos caminos y mundos, la que me acercó a Dios al crear una nueva vida, la que me hace sentir la angustia de la ausencia distante, la que me comparte su temprana juventud al bailar conmigo a la luz de una farola.

Y seguramente, será mujer la que cierre mis ojos cuando se apague la luz en ellos.

Mujeres de todas edades, y por tanto, personalidades.

Todas tienen en común ser impredecibles. 

Aún así las amo, porque me enseñaron el amor en todas sus formas, y mientras la Vida lo permita -y la Vida es Dios- habrá alguna animándome a vivir.

Hoy, que es el Día de la Mujer Mexicana, Felicidades a todas las Mujeres.Sobre todo, felicidades a las Mujeres que están en mi Vida.





El día

El día

-Paco, vamos abajo.

La vocecita infantil habla casi en susurros, para despertar solamente al destinatario elegido, que en este caso soy yo, entre todos los habitantes de este universo llamado Casa.

El amanecer aún no aparece en la habitación, gracias a las gruesas cortinas diseñadas especialmente para crear una noche eterna donde se pueda vivir en sueños los deseos que la realidad de la Vida arrebata a cada momento.

La vocecita insiste, porque sabe que la perseverancia es la madre de todos los triunfos, y pronto vamos bajando la escalera, él rumbo a los juguetes que lo esperan, y yo rumbo al café mañanero y los pensamientos que inspirará para hacer más agradable el despertar.

Solos gracias a Morfeo y los pródigos abrazos que dispensa sobre los demás, el niño y yo nos sumergimos en nuestro mundo. Me entrega un pan de colores que ayer compró para mí, y  decido mandar la dieta al demonio por esta mañana. Pesa más el amor que me llega al corazón que los gramos en la cintura que ganaré.

Me muestra sus carritos que encontró empollándose el día anterior en una tienda. Luego conversamos de cosas de hombres, mientras rinde a la naturaleza el ritual diario de quitarse de encima lo que el cuerpo ya no necesita.

Mira mi reloj y pregunta para qué sirve, cómo se mueve. Le regalo uno que tengo abandonado en el buró, abrazado el pico virgen aún de de una botella decorada que espera el licor que la fecunde para dar vida a alguna noche de bohemia. El reloj está muerto, pero prometo resucitarlo tan pronto abran algún lugar donde comprar una batería que lo ponga nuevamente en órbita.

La mañana pasa ligera. El juega, yo preparo la clase que daré mañana. El vive despreocupadamente el presente, yo intento armar el rompecabezas del futuro. Ironías de la vida, porque yo sólo tengo seguro el presente que el disfruta; y él, en cambio, tiene la expectativa de un largo futuro que yo busco sembrar, a sabiendas que la cosecha no será para mí.

El Ritual

El Ritual

Es casi un ritual: me apodero de la comida de Emiliano, y digo que ahora es mía y me la comeré porque nadie la reclama.

Levanto el bocado con la cuchara y le anuncio a todos que está riquísima, que es mía, y dejo de ver al niño, pero este me ve, descubre que estoy descuidado y se lo come.


-Yo no fui, Paco- me dice, seguro que le creeré.

 

Y le creo, por eso tomo otra porción y vuelvo a pregonar que está riquísimo, dándole tiempo a que me robe la comida de la cuchara.

 

Lo repetimos cuántas veces sea necesario para que se acabe su comida. Porque para él la vida es un juego y no tengo derecho a desengañarlo. Lo hará la Vida misma en su momento.

 

Ahora dejaré que se robe la comida, mi café, mi tiempo, y lo que quiera de mi.

 

Total, quien se ha robado tu corazón, tiene derecho a todo lo demás.

Los fondos y las formas

Los fondos y las formas

No me gusta el cine, amigo, pero disfruto la película.

Escuché la conversación por casualidad, como muchas cosas en la vida.

La mujer, de edad madura, conservaba mucho del atractivo que seguramente tuvo en su juventud. Platicaba con un hombre que la miraba con ojos de amor, aunque ella evadía mirarlo a los ojos. Pero su sonrisa la delataba, porque era radiante cuando brevemente aceptaba acariciarlo con la mirada. Y sus manos, que tocaban las de él a cada momento. Ambos se amaban, sin duda, aunque fingieran ser sólo amigos en sus palabras.

Me concentré en mi café, pero sus palabras llegaban a mis oídos sin dificultad. Segurametne viajaban por uno de esos túneles que se forman en el espacio acústico y facilitan que los sonidos vayan de un lado a otro sin problemas, y sin que nadie más alrededor los escuché.

Conocí ese efecto hace muchos años en una iglesia de Guadalupe, Zacatecas. La misma donde un zarpazo en la cantera de una escalera era el mudo testigo de la lucha de un fraile santo contra el Diablo. Nada que ver con la pareja, claro.

-Por qué, amiga? - preguntó al fin él, cuando sus ojos lograron despegarse del rostro de la chica madura.

Ella le explicó que una vez a la semana su hijo la llevaba al cine, elegía la película, le comentaba la  reseña y hasta se la explicaba. Él podría ir con alguna chica de su edad, con quien seguramente se la pasaría mejor, pero prefería llevar a su madre.

Por eso, ella iba y procuraba disfrutar la película. Es lo menos que puedo hacer, escuché.

No sé, pensé. Se lo comenté al Espíritu de mi Café, que como siempre, es el confidente de mis amores, sabores, sinsabores y desvaríos.

Cuántas madres quisieran un hijo que les llevé a cine, o al parque o de perdida al mercado. Un hijo que al menos platique con ella en la sala de la casa o en la mesa de la cocina. Ella era afortunada, sin duda, porque su hijo le dedicaba su tiempo. Cierto, quizá podía ir con una  chica, pero tal vez él lo hacía otro día. Ese domingo, o lunes, o miércoles, no lo sé, el joven se lo dedicaba a su madre.

Sin duda, le dije a mi Café, que se consumía en dudas y en los breves besos que le daba yo a la taza, esta mujer confunde los fondos con las formas. Su hijo la ama y ella no lo entiende. Prefiere disfrutar la forma, que es la película, cuando debería disfrutar el fondo, que es el interés y el tiempo que su hijo le dedica.

-Y cuando confundes los fondos con las formas, prefieres sufrir una amistad que disfrutar el amor.

Mi Café me miró con ese color castaño oscuro que siempre me intriga.

No me dio la razón del todo, pero comentó algo que me desconcertó.

- Nunca entenderás el corazón de una mujer. Ellas siempre saben cuando liberar el sentimiento. 

Miré a la pareja. Ella elevó la taza hasta sus labios y probó el café, y comprendí que el Espíritu de mi Café era el mismo que besaba los labios de esa mujer, y el de muchas otras, por eso adivinaba sus secretos.

Vida y Muerte

Vida y Muerte

Cuando Caín dejó caer sobre Abel todo el  peso de su rencor y enojo en esa quijada de burro se convirtió en matricida.

Fue Abel quien cerró los ojos para siempre, pero fue Eva quien ya no pudo vivir. Caín la mató dos veces.

Eva perdió la alegría que siempre se veía en sus ojos; la sonrisa se convirtió en una mueca agradable, pero sin sentido; todas sus noches vieron llover lágrimas; la vida se convirtió en una infame prisión.

Perder un hijo mata. Eva perdió a dos en el mismo momento.

Y ya no supo cuál despertaba mayor dolor, si la ausencia del hijo que estaba ahora en el regazo del Señor, o el martirio de no saber dónde estaba Caín,  ni qué sufrimientos y remordimientos cargaba su otro hijo.

Dios no da explicaciones,  y la mente humana no siempre encuentra respuestas.

Eva vagó desde entonces por la vida, tuvo otros hijos que le dieron alegrías, nietos que la despertaron, y mucha descendencia alcanzó a ver antes de partir a reunirse con su hijo.

Pero nunca desapareció ese doble dolor, y muchas veces aplastaba las euforias nacientes.

Una gran parte de ella, había muerto dos veces y sólo le quedaba la vida necesaria para caminar.

Adán veía todo eso y terminó por resignarse a la soledad. Siempre estaba ahí para cuando Eva lo necesitará, aunque supiera que Eva ya navegaba en un mundo propio.

Una tarde que caminaba siguiendo los pasos del sol en el ocaso, Adán sintió que Dios caminaba junto a él. El Señor está en todas las cosas, pero el hombre poco lo ve, y menos aún lo percibe. Y sin embargo, está en la efímera belleza de la flor, en la sonrisa de un niño, en las ilusiones de las adolescentes, en la paz de los viejos, y en cada paisaje que la Naturaleza nos regala. Es tan Grande, que puede estar incluso en lo prohibido que se hace con Amor.

Adán pensó mucho, hasta que decidió preguntar: ¿Por qué?

No ocupaba decir más, Dios comprende.

- La Muerte no existe, Adán, es sólo el reflejo y la personificación de nuestros miedos.

Adán entendió. Morimos cada vez que los miedos vencen.

- La ausencia duele cada día, Señor. y mucho.

- La eternidad es inmensa, Adán. Y ahí todos están.

Dios sonrió. Ni la misma Madre de Dios dejaría de sentir el pecho traspasada por la espada del dolor. Eva, con su dolor, sólo iniciaba el proceso de la Salvación.

- Y la Vida, como el Amor, siempre se impone. 

Bendita Navidad

Bendita Navidad

Bendita Navidad que nos permite salir por la mañana a jugar con los juguetes que misteriosamente aparecieron junto al arbolito navideño, llevados, según la inocencia de los padres, por un viejito bonachón vestido de rojo que ni el más avispado niños ha visto jamás.

 

No importa,  salimos a presumir nuestros nuevos amigos: bicicletas, trenecitos, muñecas, armas espaciales y un sinnúmero de juguetes que intentamos sean eternos, aunque en el uso que les damos pareciera que la misión es eliminarlos.

 

Esta mañana de Navidad fui niño, y perseguí extraterrestres, fui policía de los buenos- esos que siempre existen en la imaginación de los niños-  y probé mi puntería disparándole a los monos de nieve hechos de peluche que descansan en la sala.

 

Gracias Santa Clós, que no me trajiste ni un solo juguete, pero se los trajiste a Emiliano, y eso es suficiente para que por un día, sin cargo alguno de conciencia, pueda tirarme de cabeza al mundo de los niños.

El Sueño de Eva

El Sueño de Eva

En Paraíso todo era bello.

La Naturaleza vivía ahí de manera plena y cada día pintaba sus mejores cuadros sobre el lienzo de la vida. Se levantaba muy temprano a pintar amaneceres, por la tarde le gustaba dibujar ocasos y en las noches plasmaba sobre el firmamento un mundo de estrellas y soles lejanos, con efecto tan espectacular que muchas veces el ojo alcanzaba a ver la fugacidad del destello que hacían las estrellas cuando se amaban a distancia.

A Adán le gustaba levantarse temprano para contemplar esos regalos que la Vida -y la Vida es Dios- le entregaba a cada momento sin cobrarle nada por estar en primera fila.

Le gustaba caminar, salir, platicar con quien se encontrara y a veces perder el tiempo filosofando sobre la suerte de estar vivo y cómo mueres un poco cada día, y cómo algunos mueren por adelantado un poquito, al desperdiciar días enteros a la espera de sus días de fiesta y holganza,  que consumían en rápidas 24 horas.

A Eva eso no le interesaba.  Ella sólo quería dormir, levantarse tarde, dormir otro rato por la tarde y encerrarse en las labores domésticas hasta que llegaba la hora de dormir nuevamente.

Por eso Adán escapaba y salía a buscar amigos o en qué entretenerse para no perder la vida sentado viendo a Eva vivir la suya, tan feliz en casa.

Una de esas mañanas veía el cielo pintarse lentamente de azul, tapizados con nubes que iban blanqueándose en un juego de claroscuro que ni Rembrandt con todo su talento podría crear tan rápidamente y sin error.

El Señor vio a Adán tan pensativo que le dejó el pincel a un ángel travieso que aprovechó para dibujar nubes con figura de unicornio, helados de fresa, galletas Marías y otras deliciosas ocurrencias.

Se sentó junto a Adán en silencio, porque Dios no pregunta pues todo lo sabe. Y lo que más sabe es escuchar.

- Sabes, Señor - dijo Adán tras unos minutos de estar juntos- a veces siento a Eva distante, en su propio mundo, distinto al mío.

-Así son las mujeres, tienen su propia vida.

Adán revolvió con el pie unas hojas de árbol extraviadas, sueltas y crujientes, mientras hallaba el sentido exacto a las palabras para expresar lo que sentía.

- Si, lo sé, pero es que parece hacerle mucho más caso a Morfeo que a mí, como si su mundo estuviera siempre en los sueños.

Dios, que todo lo sabe, sonrió.

- No te quejes de Morfeo,  al cabo es un dios que no existe, y al menos la deja unas horas libre.

Luego miró a la lejanía, donde el futuro se fraguaba  indeciso.

- Peor le irá a los hijos de tus hijos cuando inventen el smartphone y el Facebook, y sus mujeres se lo lleven hasta la cama.

Y luego, con un suspiro, concluyó:

-          Se olvidará hasta de la manzana.

Sin edad

Sin edad

 

En sus ojos brilla la juventud.
Los años llegan a ella, pero ella no tiene edad.
Simplemente los ve pasar, aunque a veces le preocupe que dejen algunos pincelazos sobre el lienzo de su rostro.
Le gustaría eternizarse en los veinte. O quizá en los 25, pero si lo hiciera, nunca podría alcanzar la eternidad.
Es mejor no tener edad. Maquillarse cada día con una amplia sonrisa y el brillo de la juventud en los ojos.
Olvidarse de contar las velitas del pastel, y elegir los colores más festivos del guardarropa.
Llenarse de zapatos nuevos, de amigas nuevas y de ilusiones nuevas.
Empezar a leer otro libro, encontrar pláticas novedosas, y aprender a navegar el internet.
Atreverse a romper un poco las reglas. Menos moral y más picardía.
Renovarse cada día y sólo conservar los amores.
Y vivir sin edad. Hoy y siempre

Luna, Luna

Luna, Luna

El cielo del amanecer era el lienzo perfecto para la Luna.

Mientras al oriente asomaba la ígnea melena del sol, al poniente, sobre un cielo azul, recortado por montañas, la Luna se alzaba insinuante y coqueta.

Al fin mujer, se retiraba discreta, dándose a desear.Nada empañaba su imagen en esa mañana. Se veía hermosa, como la novia que espera el momento de ir al altar.

Pero nadie más la veía.

En la calle, un joven esperaba el camión, inmerso en la música que brotaba del audífono que colgaba de su oreja. Una señora joven estiraba de la mano a su niña.

Un taxista atravesó su vehículo a mi paso, urgido de llegar pronto a ningún lugar. 

Ninguno vio a la luna, que sin sonrojo alguno, me guiñó un ojo desde el horizonte.

Recordé las muchas noches lejos, solitarias, cuando la luna era cómplice y mensajera. Largas horas de verla, confiado en que el espejo de su rostro llevaría mis pensamientos hasta donde Ella estaba, esperando el regreso. 

La Luna siempre ha sido la alcahueta de los amantes. Donde quiera que estén, recoge la mirada de uno, y la posa sobre el rostro del otro, como un callado beso sideral. Así estén en los extremos del mundo. 

Con timidez, alcé la mano, y le dije adiós a través del vidrio del auto.

La Luna sonrió, coqueta, y se fue a dormir.
 

El lienzo

El lienzo

Casi nunca pienso qué ropa me pondré al día siguiente.

Es muy sencillo tener camisas que combinan con todos los pantalones, porque limita la decisión entre ropa de vestir o casual. Si es la primera, entonces amplio a corbata o no corbata,  y entonces, lisa o estampada.Bastan cinco segundos para definir. 

Así fue como elegí la camisa mostaza, de un solo color.

Pero en la mañana, vi que ciertas fuerzas desconocidas la transformaron, y ya no era lisa, sino de rayas. Ya no era camisa: era el lienzo de un artista.

El mismo pintor que creó los murales en el pasillo, y que me dibuja mejor de lo que pudo hacerlo Picasso o Miró.

Los docentes

Los docentes

Imagino que no es facil ser docente.

Requieres cargar en la memoria toda una enciclopedia para improvisar en clase, tener siempre a la mano algunas pizcas de sabiduría para responder a esos niños curiosos que todo trastocan con su irrefutable lógica infantil, un cargamento de paciencia para mantener la calma y la sonrisa ante la algarabía incontrolable de un grupo escolar.

Y mucha diplomacia para no mandar todo al carajo cuando los papás llegan a reclamar el correctivo que no saben poner en casa.

Pero debe ser gratificante saber que algunos de esos niños a los que enseñan harán algo que ayudará a cambiar el pedazo de mundo donde vivan. O quizá lo cambien todo.

Aunque por ahora, hay que tolerarlos y torearlos mientras maduran.

Yo, que no enseño más que el cobre de vez en cuando, reconozco la labor de los maestros, sobre todo de mis amigos, que muchas veces me comparten sus angustias en la docencia.

Felicidades por su día.

El motivo del caos

El motivo del caos

Hay días en que el mundo parece detenerse.

Sientes que tu vida es un caos porque vives en una maraña de proyectos inconclusos, necesidades ajenas, y dependencias involuntarias.

La espera desespera porque todo queda fuera de tu control.

Los días pasan y por mucho que camines no avanza nada. Sientes que estás donde mismo, aplastado por los escombros de tu apatía, que terminó por derrumbar la vida de la que pensaste eras el arquitecto, sin saber que por hermoso que diseñaras el destino, es la siete la que te destina los albañiles que la construirán.

Al menos los sentimientos no son encontrados. Esos están seguros. Sabes que amas y te aman, sabes que compartes planes, destinos, ausencias, amores.

Solo es que el mundo parece no avanzar.

Debe ser la lluvia que se asoma por la ventana. Debe ser la nostalgia de otras vidas o de recuerdos no vividos.

Quizá una taza de buen café ayude a encontrar soluciones.

Vivir

Vivir

¿Y que haces?, me preguntan a diario.

Vivo, les digo, y se quedan pensando qué querré decir.

Me ajusto a lo que pidan y volvemos a empezar:

- ¿Qué haces, qué cuentas?

- Nada, aquí trabajando. ¿Y tú?

- Bien, como siempre.

Aquellos se vuelve un duelo de sordos, donde respondemos frases hechas, prefabricadas y a veces nos respondemos a nosotros mismos sin dar tiempo que el otro lo haga.

Son conversaciones con amigos, con compañeros, con desconocidos.

Por eso, cuando me preguntan qué hago, les digo que yo vivo, aunque no sea tan fácil lograrlo. Vivir es algo más que dejar pasar el tiempo sobre nuestra humanidad hasta cubrirlo de esa pátina imborrable que es la vejez.

Podría sentarme metafóricamente hablando para esperar desde el lunes que llegue el viernes, cuando el cuerpo sabe que es de parranda. Prefiero disfrutar cada día, aunque sea trabajando, cumpliendo obligaciones o reservando la fiesta para el fin de semana, porque descubrí que los festejos no son la vida, sino sólo parte de ella.

La vida es despertar con sueño, ir a correr un par de kilómetros aunque no haya ganas, manejar entre el tráfico, hacer filas, rascarse cuando tengo comezón. Es tener sueños e ilusiones y buscar inutilmente de atraparlos.

Son las cosas triviales que todos los días buscamos evitar o fingir que no existen.Por eso morimos cada dia un poquito, porque nos negamos a vivir. Esperamos los grandes acontecimientos, los días de fiesta sin pensar que la vida es más trabajo que festejo.

El viejo Barrio

El viejo Barrio

Muy poco queda del viejo barrio donde crecí.

Las viejas puertas desvencijadas de muchas casas, los tejabanes humildes que sobrevivieron durante décadas a la pobreza crónica de sus moradores, cedieron fácilmente al poder adquisitivo de los nuevos vecinos, y desaparecieron, como la gente que ahí vivió, en lo que dura un suspiro del tiempo.

El viejo barrio siempre estuvo ahí, con sus calles vacías de coches, que permitían jugar al fútbol, aunque a veces la pelota se iba calle abajo, hasta toparse dos cuadras allá, en la banqueta de medio metro de altura que servía seguramente para que no entrara el agua a las casas.

Siempre estuvieron las mecedoras en la banqueta, frente a la casa de doña María, hasta que alguien al sentarse las remató de la muerte  lenta a que las había condenado el óxido de tantos años de servicio.

Los árboles en casa de don Nico, la pequeña barda que permitía ver la pobreza de la familia de la esquina, el lote baldío que se convertía en campo de béisbol durante largos juegos que siempre terminaban cuando la pelota pegaba en el vidrio de alguno de los camiones estacionados en la calle.

Estuvieron más años en mis recuerdos que en la realidad, que se antojó irremediablemente cruel cuando atiné a pasar en coche, sin ir al volante, lo que me permitió ver que el viejo barrio desapareció cuando se fueron primeros los viejos, cansados por tantos años sobre su espalda, y luego sus descendientes, arrojados por la falta de recursos para solventar su residencia en el barrio de ricos que se convirtió aquello.

Poco queda del barrio de mi niñez. Ni siquiera la vieja casa familiar con sus pasillos e innumerables puertas que convirtieron las correrías de varias generaciones en divertidos laberintos. Hoy, se levanta una incipiente residencia donde lo único que queda de esos tiempos es la abuela que un día fue la madre joven que ayudó a formar el patrimonio, y que hoy que deambula entre sus recuerdos y la nueva cocina que al menos heredó la hospitalidad proverbial para sentar a la mesa a todo el que llegue, aunque no sepa ni su nombre.

Fue sólo un recorrido apresurado por las calles aledañas al viejo barrio, pero bastaron para matar esa imagen que por más de 40 años había quedado en mi mente, y que seguramente irá diluyéndose en el polvo del olvido de la nueva realidad.