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Crónicas de la Nada

El viejo Barrio

El viejo Barrio

Muy poco queda del viejo barrio donde crecí.

Las viejas puertas desvencijadas de muchas casas, los tejabanes humildes que sobrevivieron durante décadas a la pobreza crónica de sus moradores, cedieron fácilmente al poder adquisitivo de los nuevos vecinos, y desaparecieron, como la gente que ahí vivió, en lo que dura un suspiro del tiempo.

El viejo barrio siempre estuvo ahí, con sus calles vacías de coches, que permitían jugar al fútbol, aunque a veces la pelota se iba calle abajo, hasta toparse dos cuadras allá, en la banqueta de medio metro de altura que servía seguramente para que no entrara el agua a las casas.

Siempre estuvieron las mecedoras en la banqueta, frente a la casa de doña María, hasta que alguien al sentarse las remató de la muerte  lenta a que las había condenado el óxido de tantos años de servicio.

Los árboles en casa de don Nico, la pequeña barda que permitía ver la pobreza de la familia de la esquina, el lote baldío que se convertía en campo de béisbol durante largos juegos que siempre terminaban cuando la pelota pegaba en el vidrio de alguno de los camiones estacionados en la calle.

Estuvieron más años en mis recuerdos que en la realidad, que se antojó irremediablemente cruel cuando atiné a pasar en coche, sin ir al volante, lo que me permitió ver que el viejo barrio desapareció cuando se fueron primeros los viejos, cansados por tantos años sobre su espalda, y luego sus descendientes, arrojados por la falta de recursos para solventar su residencia en el barrio de ricos que se convirtió aquello.

Poco queda del barrio de mi niñez. Ni siquiera la vieja casa familiar con sus pasillos e innumerables puertas que convirtieron las correrías de varias generaciones en divertidos laberintos. Hoy, se levanta una incipiente residencia donde lo único que queda de esos tiempos es la abuela que un día fue la madre joven que ayudó a formar el patrimonio, y que hoy que deambula entre sus recuerdos y la nueva cocina que al menos heredó la hospitalidad proverbial para sentar a la mesa a todo el que llegue, aunque no sepa ni su nombre.

Fue sólo un recorrido apresurado por las calles aledañas al viejo barrio, pero bastaron para matar esa imagen que por más de 40 años había quedado en mi mente, y que seguramente irá diluyéndose en el polvo del olvido de la nueva realidad.

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