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Crónicas de la Nada

El Sueño de Eva

El Sueño de Eva

En Paraíso todo era bello.

La Naturaleza vivía ahí de manera plena y cada día pintaba sus mejores cuadros sobre el lienzo de la vida. Se levantaba muy temprano a pintar amaneceres, por la tarde le gustaba dibujar ocasos y en las noches plasmaba sobre el firmamento un mundo de estrellas y soles lejanos, con efecto tan espectacular que muchas veces el ojo alcanzaba a ver la fugacidad del destello que hacían las estrellas cuando se amaban a distancia.

A Adán le gustaba levantarse temprano para contemplar esos regalos que la Vida -y la Vida es Dios- le entregaba a cada momento sin cobrarle nada por estar en primera fila.

Le gustaba caminar, salir, platicar con quien se encontrara y a veces perder el tiempo filosofando sobre la suerte de estar vivo y cómo mueres un poco cada día, y cómo algunos mueren por adelantado un poquito, al desperdiciar días enteros a la espera de sus días de fiesta y holganza,  que consumían en rápidas 24 horas.

A Eva eso no le interesaba.  Ella sólo quería dormir, levantarse tarde, dormir otro rato por la tarde y encerrarse en las labores domésticas hasta que llegaba la hora de dormir nuevamente.

Por eso Adán escapaba y salía a buscar amigos o en qué entretenerse para no perder la vida sentado viendo a Eva vivir la suya, tan feliz en casa.

Una de esas mañanas veía el cielo pintarse lentamente de azul, tapizados con nubes que iban blanqueándose en un juego de claroscuro que ni Rembrandt con todo su talento podría crear tan rápidamente y sin error.

El Señor vio a Adán tan pensativo que le dejó el pincel a un ángel travieso que aprovechó para dibujar nubes con figura de unicornio, helados de fresa, galletas Marías y otras deliciosas ocurrencias.

Se sentó junto a Adán en silencio, porque Dios no pregunta pues todo lo sabe. Y lo que más sabe es escuchar.

- Sabes, Señor - dijo Adán tras unos minutos de estar juntos- a veces siento a Eva distante, en su propio mundo, distinto al mío.

-Así son las mujeres, tienen su propia vida.

Adán revolvió con el pie unas hojas de árbol extraviadas, sueltas y crujientes, mientras hallaba el sentido exacto a las palabras para expresar lo que sentía.

- Si, lo sé, pero es que parece hacerle mucho más caso a Morfeo que a mí, como si su mundo estuviera siempre en los sueños.

Dios, que todo lo sabe, sonrió.

- No te quejes de Morfeo,  al cabo es un dios que no existe, y al menos la deja unas horas libre.

Luego miró a la lejanía, donde el futuro se fraguaba  indeciso.

- Peor le irá a los hijos de tus hijos cuando inventen el smartphone y el Facebook, y sus mujeres se lo lleven hasta la cama.

Y luego, con un suspiro, concluyó:

-          Se olvidará hasta de la manzana.

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