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Crónicas de la Nada

La Tentación

La Tentación

Por un momento me sentí tentado. 

Robar un libro es un delito, sí, pero también un deleite que uno de estudiante no se podía dar. Menos con un buen libro.

Y la cultura bien vale un pequeño robo, una maculita casi insignificante en la limpieza del alma que se borra frotándole fuerte con el jabón de la literatura. Qué tal si es el libro que cambiará nuestra vida para mejorar las vidas de otros.

Me acordé de los cuatro tomos del Quijote que descansan en la repisa más alta, junto a la puerta de salida al patio de mi casa, y que saben que no volverán más a la Biblioteca de la escuela. Pero no fue robo, fue préstamo y olvido.

Leí de nuevo el letrero, nula advertencia ante alguien decidido a cultivarse al precio que sea, y absolutamente tan inútil como las llamadas a misa, porque por más que suenen las campanas, sólo irá el que quiere ir.

No robarás, dice el quinto o sexto mandamiento, no recuerdo cuál exactamente. Tal vez si me echo al bolsillo una biblia maltratada que vi medio escondida en uno de los estantes de esa negocio de libros usados pueda iluminarme más tarde en ese conocimiento.

En mis tiempos de estudiante nadie ponía esos letreros en las librerías de viejo, no sé si porque éramos más honestos o los libreros más confiados. O tal vez no querían disuadir a nadie. Una vez me contó un vendedor de libros que se daba cuenta que a veces le robaban los ejemplares en venta, pero si es la única forma de que lean, qué se los lleven, puntualizó con altruista resignación.

Robar libros no es negocio, porque no hay mercado para la reventa. El que se lleva un libro es porque va a leerlo, o quizá le hace falta para emparejar la pata de una mesa. El libro sólo sirve para leer.

Miré de nuevo el letrero, luego al librero que dormía escandalosamente despatarrado sobre la silla con la mitad del cuerpo arriba del escritorio, y luego a la esposa del librero que platicaba descuidadamente con otra mujer, y entendí que el letrero era mero adorno. Más si era un cuarto con una enorme puerta a la calle y a la impunidad.

Recorrí los estantes con la mirada y me decidí por Caracol Beach, de Eliseo Alberto. Se leerá bien sobre el sillón y se verá bien en mi raquítica biblioteca.

De hecho, ahora descansa junto al Quijote del Gante, como perenne tentación en el más estratégico lugar frente a la puerta del baño, lo que le da seguridad de ser leído.

En esa tentación sí caeré. En la otra, ya no quise.

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