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Crónicas de la Nada

Extremos de la vida

Extremos de  la vida

 

Son los extremos de la vida. 

 

Emiliano, con su enorme sonrisa, gratuita, espontánea, con la que recibe cada nueva experiencia que el día le da. Todo es nuevo para él, desde la tortilla sazonada con sal que la abuela le da para que se entretenga, hasta el soberbio paisaje lleno de montañas que el abuelo le muestra desde la terraza familiar, cono parte de la herencia que le toca.

 

Don Francisco, en el evidente ocaso de su vida, aún sonríe, igual que Emiliano, con una mueca amplia ausente de dientes. Sólo que el niño los espera y el anciano los fue dejando por el camino.

 

Pero aún en sus similitudes, la perspectiva es distinta. A Emiliano no le importa qué le dan. Todo come, en la confianza absoluta en el amor maternal. No distingue si la papilla es chícharo, pollo o zanahoria. Su hambre es cíclica y puntual cada tres horas.

 

Don Francisco también come papilla, pero añora los sabores sencillos de la mesa familiar. El aroma del huevo con chorizo, el dulce frescor de la sandía, el delicioso café de la mañana.

 

En el hospital no hay nada de eso, sólo la dieta suave que la nutrióloga recomienda. Pero no le han llevado sandía y él la pide. Mientras se la doy, la noche que me toca cuidarlo, pienso en Emiliano, al que esa mañana le di, igual, de comer en la boca.El bebé engullía todo, impetuoso. El viejo pide calma para poder masticar. Uno devora, el otro saborea. Uno tiene una vida entera para ir aprendiendo a comer con calma. El otro, ya no tiene tiempo para buscar sabores nuevos.

 

Los dos pasan el tiempo en cama. El bebé porque aún no puede pararse, aunque se esfuerza por fortalecer sus piernas y brazos, y cualquier día de estos comenzará primero a gatear y luego a caminar. El anciano vive acostado porque las fuerzas se le escaparon sin permiso. Aunque lucha por pararse, el peso de los años lo detiene. 

 

Hace un mes y medio ambos posaron para dejar constancia al futuro de que convivieron en el tiempo, unidos por dos generaciones que los acompañaron en la fotografía. Eran tiempos de alegría porque el viejo cumplía un año más de vida. Emiliano ni siquiera completaba la mitad de uno.

 

 El mundo cambió desde entonces. Una vida se apagó y dejó a Emiliano la herencia de crecer sin padre. Igual que el viejo hace casi ochenta años.

 

 Y ahora la vida del primer Francisco, el que le heredó el nombre al Abuelo y al Padre de Emiliano, para que el apellido le llegará al bisnieto, se apaga. La llama de uno se enciende apenas, y la del otro ya no tiene cera para mantenerla.

 

Son los dos extremos de la vida, y la prueba palpable de que ésta no acaba, sino sólo se transforma. El viejo se va, pero su semilla ha encontrado tierra fértil para germinar y mantenerlo en esta vida a través del bisnieto que abre el nuevo círculo donde el antiguo se cierra.

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