Zapatos aventureros
Con ellos he recorrido muchos caminos.
Compañeros de vivencias, más que de vereda, cuando los veo tirados, aplastados bajo un montón de cosas que nunca uso, escondidos bajo la ropa sucia olvidada la noche de anoche, pero nunca en el olvido, pienso que si mi espíritu usara zapatos, serían esos.
Me han acompañado en los últimos años, y resultaron tan indómitos, que siempre. en vez de buscar una mesa donde posarse para ver televisión, insisten en buscar la aventura en el camino. No les importa la edad que cargan, siempre encuentran cómo inyectarle juventud y alegría.
Desgastados, con dos o tres cicatrices irremediables, pero aún firmes en sus costuras, se niegan a dejar de vivir. ¿A qué edad se vuelven viejos los zapatos? ¿Dos o tres años? ¿Veinte? Quizá nunca.
No sé cuánto tiempo tienen conmigo, pero lo mismo han recorrido calles en ciudades alejadas de la mía, que senderos desconocidos, y han temblado igual en el frio intenso que en el miedo irremediable.
Lo mismo se sincronizan con el paso menudo del ser amado, que con el caminar vigoroso del joven que busca devorar la vida, o el andar incierto de quien empieza la vida.
A veces debo cambiarlos, pero igual no les gustan los lugares tan elegantes y sobrios. Prefieren el aire libre, la aventura, la charla de ocasión, el deslizarse por lugares agrestes. La formalidad no va con ellos, y prefieren quedarse en casa.
Son sencillos, de alma rebelde. Como quisiéramos ser muchos.
Ahí siguen, sobreviviendo a las modas y al tiempo. Quizá hasta me sobrevivan a mí.
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