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Crónicas de la Nada

El Papa Juan Pablo II

El Papa Juan Pablo II

Apenas fueron unos segundos, pero para la mujer aquella fue el éxtasis.

Tenía casi 24 horas en el mismo lugar, a la intemperie, con frío, hambre, pero los breves instantes en que vio al Papa Juan Pablo II, mientras pasaba en el coche especial por la calle donde ella esperaba, fueron suficientes para que su alegría se desbordara.

La vi desde el día anterior. Estábamos en el Distrito Federal por el mismo motivo: ver al Papa y cubrir lo que sería su última visita a México. La mujer frisaba en los sesenta años, y la acompañaba su hija, una mujer aún joven.

Se habían apostado sobre Paseo de la Reforma, donde al día siguiente pasaría el Sumo Pontífice cuando se dirigiera a la Basílica de Guadalupe, para la segunda misa solemne que presidiría.

En ese momento, no alcanzaba a comprender toda la emoción que despertó en la mujer. Para mí era la cuarta vez que lo veía. El día anterior, mi camarógrafo Mike Méndez y yo habíamos estado en la misa de beatificación de Juan Diego, y durante más de tres horas tuvimos a Juan Pablo II al alcance de nuestra vista.

Si esa señora hubiera estado ahí, seguro hubiera muerto de emoción, pensé. Aunque no fue tan sencillo, porque para estar en esa ceremonia, tuvimos que abandonar la cama a las tres y media de la mañana, salir a conseguir un taxi para llega a la Basílica antes de las cinco y media de la mañana para poder alcanzar un lugar. Los que llegaron después, ya no entraron.

Fue una jornada larga, de trabajo. El teléfono sonaba a cada momento y había que pasar el reporte a uno y otro noticiero de Multimedios. Todo México estaba a la expectativa de ese fenómeno social llamado Juan Pablo II, y de lo que iba a hacer con Juan Diego.

Mike y yo fuimos elegidos para esa cobertura tan importante. Quiero creer que fue el talento y la preparación profesional lo que inclinó la baza a nuestro favor para ser los enviados especiales. Los únicos de todo el grupo informativo, aunque en el bolsillo traía las acreditaciones de varios compañeros que figuraron como candidatos, pero no fueron requeridos al final.

- Guárdala -le diría unos días después a uno de ellos- en unos años, nadie se  va a acordar si fuiste o no, y puedes presumir que sí estuviste-.

Ignoró si conserva la credencial y si la mostrará de vez en cuando para presumir.

Pero ahora estábamos ahí, en un momento especial donde sólo unos pocos cientos de 110 millones de mexicanos, pudieron estar.

Muy distinto a la primera vez que vi a Juan Pablo Segundo. Entonces él era joven, fuerte, impactante en su presencia, y yo era un adolescente que revoloteaba en cualquier lámpara que alumbrara.

El Papa iba a Monterrey y decidimos ir a verlo. Estaba aún en edad de pedir permiso, pero me salté ese pequeño protocolo, y nos fuimos hasta el centro de Monterrey. Tuvimos que caminar mucho, pero para unos muchachos no era nada. Además, la emoción inédita de conocer a un Papa lo justificaba todo.

Y logramos llegar a poca distancia del puente que luego se llamaría Del Papa. Lo  vimos relativamente cerca, con la nitidez que da la juventud a los ojos. Era un hombre de carne y hueso, que estaba al alcance de todos los que habíamos ido a verlo.

No recuerdo cuánto tiempo estuvo ahí el Papa.

Apenas se elevó el helicóptero en que se lo llevaron, la corriente humana se volvió avalancha incontenible, y tuvimos que gritarnos unos a otros para no perdernos entre la multitud.

Regresamos caminando hasta el barrio, y la aventura superó la emoción de conocer al personaje.

Pasaron 11 años para verlo de nuevo. Todo había cambiado. El periodismo se había apoderado de mi vida, mi carrera iba boyante y todo sonría. Casado y con una hija en camino, todo era alegría en mi existencia.

Esa vez no me tocó cubrir el evento. Pero la curiosidad puede más que la cordura, y un personaje como el Papa no llegaba a Monterrey todos los días.

Y unos noveles periodistas no podían dejar de estar presentes en el acontecimiento del año, y quizá de muchos años. Sotero Monsiváis, Alejandro Salas y yo nos encaminamos en el viejo coche hasta lo más cercano que pudimos hallar un lugar.

Decir cercano es casi piropo. Tuvimos que dejar el coche en el lado sur del cerro de la Loma Larga, subir caminando la cuesta, y luego bajar al lado norte, y caminar hasta el lecho del Río Santa Catarina, que era un mar de gente.

Hoy no lo caminaría ni para ver al nuevo Papa.

Logramos llegar hasta la orilla del camino por donde pasaría. Durante unos segundos, logramos tenerlo a una distancia menor a dos metros. Todo un triunfo, porque la hazaña fue comparable a la de Aníbal cruzando los Alpes -y sin elefantes- o el Che Guevara por la Sierra Maestra.

Que diferencia a la de doce años después, 31 de julio del 2002, donde mi calidad de periodista me acreditaba para tener un lugar en otro acontecimiento inédito donde el protagonista era otra vez Juan Pablo II, que pese a ser un anciano con unas simples migajas del vigor aquel con que lo vi la primera vez, todavía tenía la fuerza de jalar multitudes y despertarles la fe y la esperanza de verlo por unos segundos aunque tuvieran que esperar días enteros a la intemperie.

La ceremonia fue larga. A ratos en el teléfono,  a ratos escribiendo detalles en la libreta, a ratos escuchando y viendo la ceremonia, pasaron las horas. Juan Pablo II dio su mensaje. Todos sabíamos que era el último. No habría seguramente otra visita a México.

Él también lo sabía. Su salud ya no lo permitiría.

Fue entonces cuando lo dijo: “Me voy pero no me voy, me voy pero no me ausento, porque aunque me voy, de corazón me quedo”.

Guardé la frase con la disciplina periodística que para entonces me habían dado los años. Era la frase exacta, era la nota. Así empecé mi redacción.

Esa misma tarde, todo México repetía esa frase de Juan Pablo II. Me voy, pero no me voy.

Ahora, otros doce años después, 35 desde la primera vez que lo vi llegar al Puente del Papa en mi querido Monterrey, comprendo que no fue una frase de cortesía, sino una profecía.

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