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Crónicas de la Nada

Volver a vivir

Volver a vivir

 Durante setenta años no tuvo nombre propio.

En el barrio la conocieron primero como la hija de Fulano, luego como la esposa de Mengano, y al final como la mamá de Menganito. Y en su trabajo, era la maestra.

Hija, esposa, madre, trabajadora, pasó toda una vida a la sombra de otros, hasta que un día se vio sola, en la vieja casa.

Sus hijos se fueron a hacer su propia vida. Su marido, se engolosinó en una muerte tranquila,  y ella, jubilada del magisterio y del hogar, pasaba las horas sentada en la puerta de la casa, sonriéndole a los niños que jugaban en el barrio, y viendo como la vida pasaba una y otra vez frente a su puerta, siempre renovada.

Así fue unos días, luego, el carácter inquieto la llevó a bajarse de la mecedora de la rutina, y a subirse en el tren de la vida. Sin compromisos, más que con ella misma, sin problemas económicos, sin necesidad de grandes lujos, comenzó a descubrir que había otra vida que se le había perdido.

Durante décadas sólo vivió ahí, pero nunca supo quien era su vecina del patio de atrás. Conocía a los niños, que cada tarde iban a pedirle les devolviera la pelota que el ímpetu de su juego aventaba para su patio.

Tampoco sabía siquiera como se llamaba la mujer de la tienda, ni la de la esquina. Ni ellas sabían quién era. Las fue conociendo en sus incursiones vespertinas, en las pláticas de ocasión, y fue haciendo amigas.

Hasta que apareció la tentación. Su amiga se iba de viaje. Era ir a otro país, inmerso en un mundo de mitos, amenazantes unos, y prometedores otros.

La amiga de su amiga lo conocía. Y con ella iban. Y con ellas se fue.

Ya no fue ni la esposa, ni la mamá, ni la hija de nadie. Fue ella misma, con su propio nombre y fue retomando las  riendas de la vida.

Allá donde nadie la conocía, descubrió que había mucho por conocer. En siete días hizo lo que nunca se atrevió en setenta años: bailar en cualquier lado, cantar a grito abierto, desvelarse sin razón, caminar sin rumbo por calles perdidas, platicar con desconocidos, hacer amistad eterna con gente que nunca más volvería a ver.

Cada día, durante una semana, despertaba más joven. Hasta se atrevió a cabalgar  en un toro enorme, y a bailar en un escenario al ritmo que le marcaron bailarinas con 50 años menos en el cuerpo.

Y descubrió que no hay diferencia entre setenta y cuarenta, ni entre cuarenta y veinte. Porque la juventud no está en los años, sino en la actitud.

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