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Crónicas de la Nada

El dragón juguetón

El dragón juguetón

 El hombre subió en el enorme armatoste, que ya dejaba escapar su ronroneo. No como el de un gato, ni un tigre, sino como el de algún ser mitológico de esos que ya no alcanzaron a llegar a nuestros cuentos.

Era como un rugido apagado constante, y ensordecía todo alrededor.

Bien podía ser esa enorme máquina un gigante, o un dragón amenazando con abrir las entrañas de la tierra para esconderse y desde ahí buscar como dominar el mundo.

El hombre esperó unos minutos. Si hubiera traído una armadura brillante, lo hubiera confundido con un caballero medieval arriba de un dragón.

No, su indumentaria era simple. Mezclilla y una camisa parda, de color indefinido, que nunca, ni de nueva, fue bonita.

La máquina comenzó a moverse, lentamente, primero, luego con mayor fuerza. Su brazo, enorme como un edificio, se dobló y empezó a rascar la tierra. El cuerpo giró 180 grados, con una gracia digna de un cisne.

Las uñas en que terminaba el brazo arañaron un montón de escombro, piedras pesadas que se movieron con la liviandad de una pluma de ave.

Era poderoso el dragón. Nada se oponía a su fuerza. La tierra fue hendida por sus garras, el pavimento quedó horadado por su toque.

Un tanto indeciso por algunos minutos, sus movimientos adquirieron elasticidad y finura. Su cuerpo giraba de un lado a otro, y luego, con suavidad, el brazo tocaba apenas las cosas. Tomó un par de piedras, con la misma suavidad que una leona toma a sus cachorros con sus fauces, y las puso junto a un montón de escombros.

La máquina, tres veces mayor que cualquiera de los autos que pasaba por ahí, se movió. Con docilidad, se dejó conducir hasta la parte alta del escombro. Su brazo, caballeroso se posó en tierra para que el cuerpo del armatoste subiera elegantemente, como si lo hiciera por una escalera.

Arriba, giró a un lado y otro, luego bajó, se elevó otra vez con la fuerza del brazo que ahora se veía diestro y todopoderoso, y de pronto, todos quienes lo veíamos comprendimos que el hombre aquel no trabajaba ya. Estaba jugando.

Su trascabo era su parque de diversiones, su cabalgadura insólita, y su amigo de juegos. Mover aquellas rocas era juego de niños para ellos. Al abrir la tierra en surcos enormes, era un niño que se ensucia la ropa por escarbar en el jardín de la casa  del vecino.

Al mover el dragón mecánico, tenía su propio juego mecánico. Si se divirtió todo el día, moviendo piedras, escarbando la tierra y llenando las cajas de los camiones que llegaban al lugar.

Un niño grande, con un juguete grande.

1 comentario

julia -

pues que no masavn jmjn62mu63