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Crónicas de la Nada

La mañana de Navidad

La mañana de Navidad

La mañana de Navidad, todos saltábamos de la cama temprano, y corríamos al nacimiento a ver que había dejado Santa Clós.

No había pinito, sino la rama de algún huizache que formaba una cúpula arriba de las figuras de José, María, los borreguitos, y esa mañana, del Niño Dios.

En vez de estrellas, brillaban luces de colores  y se reflejaban sobre  las espinas de las ramas, quizá como mudo presagio de lo que esperaba a ese Niño que por ahora estaba en el pesebre que le compartían los animalitos.

Ahí estaban los regalos. Cosas que nunca pedíamos, pero igual nos traía Santa Clós.

Eran tan emocionante tomarlos, desenvolverlos y esperar la sorpresa de algo inesperado.

Ningún otro juguete valía tanto como el de Navidad. La máquina de ferrocarril que llegó a los cuatro años, todavía anda por ahí, perdida entre los trebejos del ahora abuelo, en algún rincón del patio de la casa familiar.

Era roja, como la Navidad, con unas llantas enormes, con la mitad de la altura del vehículo. Usaba baterías grandes, y caminaba echando humo –bueno, eso en mi imaginación- y haciendo un sonido parecido al “pu-pu”.

Lo más sorprendente –y que no se rían los niños de ahora- es que cuando topaba en la pared, viraba por si sola, y volvía a emprender el camino, eternamente mientras le duraran las pilas.

Como todos, salimos a la calle a presumir el regalo.

Eran tiempos de inocencia, en que los vecinos salían con sus niños, y sonreían al ver jugar a todos en medio de las calles, con sus triciclos, carritos empujados por energía infantil, es decir, por la mano, las pelotas, juegos de té y muñecas que no hablaban para las niñas.

Se perdió todo eso, dicen algunos.

No se perdió, simplemente, lo heredamos a nuestros hijos.

 

(Escrito el 25 de diciembre del 2010)

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