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Crónicas de la Nada

El amor en los tiempos de la influenza

El amor en los tiempos de la influenza

El amor en los tiempos de la influenza

Nunca fue bella.

Nunca pensó que lo fuera. Por eso no lo era.

Eso no le impidió esperar pacientemente a su príncipe. Lo quería azul, como los de los cuentos de hadas.

Con el tiempo, decidió conformarse con alguno, aunque fuera amarillo, o rojo. Tampoco llegó.

Era fácil entender por qué. Se miraba al espejo y no se gustaba. Menos a ellos.

Su boca tenía un rictus permanente de tristeza, de desilusión. Todos lo confundían con una mueca de coraje por la vida.

Así pasaron los años. No cambió. Escondía la sinuosidad de su cuerpo bajo una roja holgada. Se decía a ella misma que deseaba ser amada, no amaba ser sólo deseada.

Aprendió sola a maquillarse. Y no aprendió bien. Lo hacía mejor cualquier payaso.

Ya había perdido la esperanza, cuando llegó la influenza porcina con su peligro de contagio y muerte.

 Ella no tenía motivo para vivir, pero tampoco para morir.

Se protegió con un tapaboca y salió a la calle como todos los días. Se sentía como delincuente, con el rostro cubierto. O como una musulmana.

Sus labios se perdieron en la intimidad del trapo, y sólo dejó al descubierto sus ojos del color del tabaco maduro, y unas pestañas largas como las noches de hastío.

Su cabello, suelto para no captar virus, era sedoso, negro. Así la vio él.

No era un príncipe, ni siquiera conde o duque, pero tenía una bonita sonrisa y una mirada alegre y sincera.

Él sólo vio sus ojos acanelados, y se enamoró de ellos. Alguien con esa mirada, se dijo, debe ser bella.

Ella temía no cumplir sus expectativas y alargó el momento de descubrirse la cara.

Por fin lo hizo, y en vez del gesto avinagrado de siempre, ella encontró una sonrisa que a él le encantó. Era tan bella que valía la pena atarse a esos ojos del color del trigo maduro.

Bendito amor, bendita influenza.

 

 

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