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Crónicas de la Nada

El Abuelo

El Abuelo

Siempre fue una penumbra entre los recuerdos. Mi padre nunca lo dejó morir, y eso permitió que el abuelo Porfirio viviera mucho más allá de las ocho décadas que tiene de haber partido.
Don Pancho casi no lo conoció, más que “de oídas”, como dicen en el pueblo. A los ocho años que tenía cuando el abuelo murió ya hay recuerdos sólidos, pero el de las vivencias cotidianas se van cubriendo con muchas otras a lo largo de los años, y se pierden. Sus hermanos mayores, con edad suficiente para tener hijos de más edad que mi padre, le nutrieron de anécdotas, que luego fue pasando a los de su prole que quisimos escucharlo. Eso, y el contacto con sus hermanos, sus sobrinos y las siguientes generaciones que llevan el mismo apellido Zúñiga, y también los genes, aunque físicamente no nos parezcamos, permitió que su figura prevaleciera.
Así sobrevivió el abuelo al que nunca conocimos. En la infancia se acentuó con algunas pláticas de la Abuela Eustolia, del tío Pedro, luego, ya mayor, en las visitas a la tierra de origen, surgen pláticas y nuevas historias, de cuando encontró el venero de agua, de cómo las piedras del camino le decían que había llegado el tiempo de sembrar, de su filosofía de la vida que transmitió a sus hijos, de su fama de hombre honesto.
Y lo fuimos reencontrando, sin conocerlo.
Cómo imaginar a un hombre que nació casi un siglo antes que uno. Es difícil. Una vieja pintura colgada en una pared de la casa familiar mostraba a un hombre de bigote y mirada clara, pero el pintor no era muy bueno seguramente, porque no se parecía al abuelo, sentenció el tío Pedro, que sí lo conoció bien. Y yo que conocí a la abuela, pensé lo mismo al ver que nada tenía que ver la mujer que lo acompañaba con la que en ese entonces aún deambulaba por nuestras vidas.
Ahora, ya lo conozco. Todo mundo conoce a su abuelo desde que nace, yo lo he ido conociendo medio siglo después. Ahí estaba, en el álbum familiar de la prima Nacha, que gustosa compartió esa imagen conmigo. Una visita que abrió puertas al pasado. Aquel de los domingos que mi Padre nos llevaba a visitar a su familia, la tía Lupe, el tío Pedro, la Tía Orelia, la prima Nacha, y todos los primos y sobrinos que ya eran jóvenes cuando yo nací y que me cargaron, mimaron y aún me ven y me reciben como el niño aquel que hace mucho dejo de existir, aunque a veces, lo reconozco, se me escapa y se asoma juguetón.

En la foto aparece junto a la abuela, un par de adolescentes que con el tiempo se  convertirían en  tías. Una, Celedonia, que no conocimos, y la otra, Lupe, que siempre nos recibió gustosa en su casa.

Hay otros niños que la memoria de la prima Nacha no logra identificar. La pequeña quizá sea ella, el niño tal vez sea don Panchito, cuando todavía era simplemente Panchito. O tal vez es el bebé. Pero esas son mis conjeturas.
No sé quién se parece al abuelo. Serio, de mirada penetrante, con esa dignidad que da el trabajo bien habido y el ser el patriarca de dos familias unidas en una sola. Podría pasar por cualquier personaje de la revolución, salvo por la falta de armas. Y sí, seguramente fue un revolucionario a su manera, porque aquí andamos sus descendientes aún con esa costumbre de cambiar el mundo.
Seguramente algo heredé de él, como de mi otro abuelo. Porque aunque nos separan tres o cuatro generaciones en el tiempo, en la línea generacional son apenas dos y una cuarta parte de mi fue aportada por él, aunque se haya ido treinta años antes de mi llegada al mundo.

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