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Crónicas de la Nada

Tardes de lluvia

Tardes de lluvia

Me gusta la lluvia.

Me gusta verla, sin mojarme, por la ventana recien lavada, recorriendo los caminos que parecían olvidados, y donde por siglos, mucho antes que fueramos siquiera un deseo en las ilusiones de nuestros padres, han ido trazando su huella.

Cuando era. niño por fuera -pues ahora sólo lo soy por dentro, y cuando el oficio de ser adulto me deja tiempo- me asomaba a la ventana cuando llovía para ver el regimiento celestial descender de las alturas, perfectamente ordenados y sincronizados, para invadir  amistosamente el mundo terrenal.

Caían en una síncronia absoluta, sin perder nunca el paso, sin cansarse ni aburrirse.

Era grato ver la lluvia caer, porque llevaba implicita la promesa de que cuando empezara a escampar podíamos salir a jugar bajo las últimas cubetadas que lanzaran las nubes y podríamos dejar que el agua que corría por las calles -ríos temporales que sólo llegaban en esas tardes- nos arrastrara calle abajo.

Eramos argonautas de barrio, exploradores de litorales de banqueta y conquistadores del tiempo perdido.

Todo eso se quedó guardado en los armarios de la infancia. Ya no veo llover por las ventana porque las oficinas son cerradas, sin contacto visual al exterior, para no distraernos del trabajo.

A veces veo las gotas de lluvia, como viejos amigos que me salen al paso, a través del parabrisas del coche, y al igual que los viejos amigos que me topo, no logro atenderlos como merecen porque hay que seguir el camino y la vista se fija en lontananza, y a lo cercano sólo se nos permite echarle un vistazo.

Pero el que yo no pueda verla no le quita ni la existencia ni la esencia a la lluvia, que sigue cautivando por igual a niños y mayores, a poetas y matemáticos.

Ahí sigue, ciertas tardes y ciertos días, esperando a que recordemos que la vida se va construyendo de pequeños recuerdos, como esos cuando pegabamos la nariz a una ventana para ver llover.

 

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