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Crónicas de la Nada

El sortilegio de las palomas

El sortilegio de las palomas

Suave, como el pétalo de una rosa, fue el aterrizar de la paloma.

Venía no sé de qué lejanas o cercanas tierras, pero se notó el alivio en su mirada cuando posó sus patitas en el viejo adoquín de la plaza. Venía cansada del viaje, seguramente largo, pero también la agotaba el tiempo de la espera, y la eternidad del olvido.

Todo era nuevo a sus ojos. Cada segundo que durante siglos se había posado en esa vieja plaza, era algo novedoso a su vista. De haber sido mujer, la paloma se hubiera sentado en alguna banca, arropada en sus ilusiones, dispuesta a esperar, como lo había hecho muchas veces. Como Penélope la de Serrat. Paciente, sin prisas, resignada de parar su reloj cualquiera tarde de primavera, y continuar la espera mientras de los árboles caen las hojas, y el verano se diluye en un sinfín de recuerdos inexistentes.

Pero era una paloma. Inocente y frágil paloma. Desvalida en medio de la enorme plaza, al alcance de cualquier piedra infantil, del descuido de una pisada, de un desengaño. Una creatura tierna, que reclamaba atención.

Algunos paseantes, también llegados de lejos, le prestaron alguna mirada curiosa, pero la paloma no los atendió.  Se dedicó a admirar la belleza de las piedras, a escuchar el canto de las ramas de los árboles centenarios, y a soñar. Tan lejos estaba su hogar, que se solazó en la satisfacción del esfuerzo cristalizado en esa tarde estival parada en medio de una plaza desconocida a la espera de la nada.

Pensó en todo lo que tendría que contar cuando volviera a casa: Los antiguos edificios que seguían erguidos a pesar de los años, las fuentes de aguas transparentes y saltarinas, los escudos de armas en los castillos, la enorme rueda que amenazaba subir a rodar por el cielo. Tantas vivencia, que iría ordenando en las largas horas de vuelo que le esperaban para volver al nido, que seguramente seguiría vacío, frío como todos esos años de espera.

La paloma decidió disfrutar más esa soledad añeja que transpiraba la cantera de la plaza. Alzó las alas para sentir mejor la fragancia del pasado, y aspiró los suspiros de mil enamorados que habían fraguado sus ilusiones en esas bancas. Sintió también el aroma de la pasión de mil amantes que descubrieron el amor en rincones recónditos, ocultos por la complicidad de las noches oscuras.

Se sintió feliz, aunque vacía de amor. Y su deseo fue que esos recuerdos de idilios ajenos fuera el sortilegio que diera realidad a sus ilusiones.

Absorta como estaba, la paloma no vio acercarse al macho que volaba bajo, atraído por el hechizo que había invocado.

Suavemente, el macho posó sus patas en el mismo suelo que momentos antes había pisado la paloma, y cerró los ojos. Él aspiró los mismos aromas del pasado, pero los pasó por alto. Buscaba el de ella, para mezclarlo con sus propias feromonas.

Lo encontró fácilmente. Venía mezclado con esencias de lágrimas escondidas en noches insomnes, con olores de pasiones perdidas y olvidadas, y escondido en el esbozo de una sonrisa juvenil  atrapó el alma del sortilegio.

La paloma lo percibió, no era el mismo aroma que ella se había forjado. Pero igual se adaptaba a sus instintos. Sintió la cercanía del macho, su urgencia de amarla, la pasión que se desbocaba en los aleteos del cortejo amoroso.

Dudo. No eres quien yo espero, susurró imperceptiblemente. E intentó alejarse.  Dos veces dio un paso adelante, zafándose del suave asedio del Palomo, que supo era sólo parte del preámbulo de la unión que la naturaleza les había ordenado desde el principio de los siglos. Un instinto que no siempre se entiende por los protagonistas.

Era un protocolo inscrito en sus genes. Ella se aleja,  él insistió, ella se va nuevamente y aletea, molesta, para alejarlo. Él hace caso omiso, y ella hace el amago de agredirlo.

Él se aleja, ella lo ve, y lanza una sonrisa, que él no ve, pero la capta.

Vuelve, se acerca, la arropa con las alas. Ella siente ese aroma a macho, distinto al que ella quería, al que ella esperaba, y de pronto imagina que éste es real, en tanto el otro, ni siquiera lo recuerda, si es que existió.

Sólo algunas miradas se posan en las palomas, que indiferentes a los humanos, concluyen su rito amoroso en una unidad de espíritu que ya se había dado desde el principio, y que ahora, sólo se complementa en la unión física.

Algunas mujeres que pasan por la plaza los ven y se escandalizan. Siempre alguien se escandaliza, pero las palomas mantienen su amorío, libres de pecado. Se aman en el momento en que coincidieron sus vidas. Cuando el Instinto y el Destino los unieron, no cuando los convencionalismos ordenaban. No saben si será por siempre, pues ambos pertenecen a mundos distintos. Ella tiene que volver a su nido, a su espera infinita. Él a la vida errante que tienen todos los machos.

Su amor, cargado de pasión contenida desborda los límites de la plaza y suaviza el duro corazón de las piedras.

Por unos minutos, sólo existen ellos, los palomos. El mundo desapareció. No, no desapareció. El mundo, volvió a la vida. Ellos fueron el sortilegio.

1 comentario

Emily -

Hermosa historia.
Excelente analogía.
Se sentirá así una mujer en espera de que llegue El Amor?