Tentaciones
Que sería del mundo sin las tentaciones.
Te salen a cada paso, como los amigos de la infancia de dudosa reputación, que no quisieras ver, pero que irremediablemente te atraen en su indolencia.
Van asomándose, sonriéndote, seduciendo tus buenas intenciones, hasta que envuelven la flaqueza de tu espíritu y entonces meten el pie y te hacen tropezar.
No hay edad para ellos. Todos somos sus víctimas, y quisiera decir que inocentes, pero nunca falta una pizca de complicidad.
Nos encanta caer en su seducción, desde el niño que cede a la ocurrencia de tocar el timbre en la puerta de la casa bonita del barrio, para luego correr a esconderse; de la chica que disfruta el comprar un par de zapatos más que irán a aumentar el montón de cajas con calzado usado sólo una vez, o el deleite del caballero que no soporta más y deja que sus ojos acaricien la figura de la chica de los zapatos.
Qué seríamos sin las tentaciones. Aburridos y sosos.
No existirían las aventuras a las que nos llevan y que pueblan los relatos en las noches de bohemia. No habría las travesuras infantiles que nos solazan en la madurez. No habría el placer inocente de sentirse bien consigo mismo.
No habría ni santos en el cielo, porque sólo se llega a la santidad a través del pecado, y el pecado es el triunfo de la tentación.
Bienvenidas entonces las tentaciones. Y que Dios nos mande la tentación nuestra de cada día.
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