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Crónicas de la Nada

La otomí

La otomí

En medio del grupo destaca su vestimenta color chillante.

La lleva con orgullo, como marca de raza en medio de un mundo extraño.

Hace tiempo dejó su tierra, en la sierra de un estado lejano, para venir a esta ciudad, donde la pobreza es peor para los que nada tienen.

Con su familia consiguieron un pedacito de tierra en lo alto de una loma, y ahí hicieron su hogar. Acostumbrados a las alturas, no les fue difícil vivir ahí. Acostumbrados al trabajo duro, no les fue complicado crecer. Y acostumbrados a la frugalidad, todo los rindió al ciento por ciento.

La mujer está ahora en medio de un grupo de señoras y funcionarios vestidos muy elegantemente. Su blusa color fiucha, con tres olanes blancos alrededor y un delantal tan blanco como la conciencia de un niño, es más comùn en ese barrio que los trajes Arman de los visitantes.

Es el alcalde y sus colaboradores. Fueron a inaugurar un programa escolar, y la invitaron a ella, fiel representante de la raza otomí, que ahora ocupa un lugar importante en el estrado.

Todos hablan y ella mantiene su seriedad. Parece esculpida en piedra. Rostro de piel morena, con mejillas chapeadas por el sol, y un pelo negro como ala de cuervo, peinado cuidadosamente en una trenza que cuelga a su espalda.

Al fin, le piden que hable, y lo hace con una voz suave, cantarina, en su idioma. Es una lengua hermosa, aunque muchos no la entendemos. Pero ahí, entre las señoras que ven con sorpresa lo que pasa, hay más como ella, sobreviviente de una raza que se niega a perecer y mantiene sus valores, su idioma, sus principios y todo aquello que les da una identidad propia.

Habla poco, pero sustancioso. Para qué dar palabras de más si unas pocas son suficientes.

Y al buen entendedor pocas palabras.

Enero 12 de 2010

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