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Crónicas de la Nada

Mala Facha

Mala Facha

En medio de la madrugada, encontrarse con un tipo así, no era algo que pediríamos alguna vez como deseo.

Pero era la sala de urgencia de una clínica.

Malencarado, con un cabello que envidiaría cualquiera de los millones de indios piel roja que mataron para colonizar el norte de este continente. De su brazo asomaba un tatuaje, y su oreja mostraba orgullosa una arracada. 

Camisa estrecha, sin fajar, un pantalón de mezclilla exageradamente entubado. Todo el estereotipo de un pandillero. Pulseras estrambóticas en las muñecas de ambas manos.

Caminaba de un lado a otro de la sala. De pronto, un grito infantil rompió el silencio del amanecer. Su rostro cambió. La fiereza dejó paso a la angustia.

Corrió pero se detuvo a la entrada de los consultorios. Estiraba el cuerpo, buscando algo.

Al fin salió una niña, el rostro surcado de lágrimas, y la pregunta de por qué ella atenazándole la inocencia de sus cinco años.

El tipo, con la mayor delicadeza del mundo, la cobijó en sus brazos, la consoló y le dijo unas palabras que no alcanzaron a llegar a nuestros oídos.

La pequeña se calmó por arte de magia, y luego, abrazando con su mano dos dedos de su padre, salió, protegida y segura, al frío de la mañana.

Los seguí con la vista, y alcancé a ver cuando la Ternura los alcanzó y los cobijó con su manto.

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