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Crónicas de la Nada

El descanso

El descanso

 

Cada domingo, don Beto dejaba el trajinar de sus negocios, la política, los amigos, y se iba a su rancho.

Era un hombre rico, con grandes propiedades, en uno y otro lugar. Había hecho mucho dinero, aunque no siempre con negocios totalmente limpios, pero de alguna manera, mantuvo siempre su respetabilidad.

Por eso, cada domingo, con la conciencia tranquila se iba a su rancho. Igual podía irse a Las Vegas, a una playa, o a cualquier rincón distante del mundo. Tenía dinero de sobra para ello,  y tiempo suficiente para dedicárselo.

Pero él se iba a su rancho. Todos los domingos, todas las vacaciones.

Con tanta riqueza, pensábamos que era un enorme predio, con árboles por todos lados, una casa lujosa, animales y un sinfín de cosas con que entretenerse.

La verdad, es que el rancho de don Beto era un erial. Unos cuantos chaparros y árboles deshojados componían el panorama. Se podía ver quien venía por el camino, porque nada obstruía la vista.

No había mucho que hacer. La casa sí era grande, pero seguía teniendo el mismo aspecto de cuando él era niño. Alrededor, las otras construcciones agonizaban en sus paredes de piedra y muros descascarados.

Ahí creció, y de ahí salió para convertirse en hombre importante.  Ahí se quedaron sus padres y ahí murieron.

Cuando la heredó nada le hizo, sólo la mantuvo. Pero cada domingo iba a su rancho, a su casa. Al frente de la vivienda, el techo se prolongaba hacia el frente, sostenido por unas columnas de madera. Ahí, a la sombra, sacaba un sillón grande sin recuerdos, y se sentaba a leer, o a quedarse viendo el horizonte.

Ya más maduro, sólo se sentaba y se dormía, como cualquier anciano de pueblo. Toda la tarde en el fresco inexistente de esas regiones.

Así pasaba las tardes, pudiendo estar en cualquier otro lugar.

Pero sólo ahí, nos decía, encontraba la paz que el espíritu requiere para seguir adelante.

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