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Crónicas de la Nada

En el amanecer

En el amanecer

Fue tan difícil abandonar la cama cuando el sol aún no aparecía por la ventana.

Obscuridad total, silencio absoluto. En la ciudad, ni los grillos se escuchan, porque no los hay.

El ritual de siempre. Encontrar la puerta entre las tinieblas, abrir la regadera, sentir el agua –fría esta vez- recorrer cada pliegue del cuerpo. Planear el día, Vestirse y tomar algo antes de salir a la calle.

El día es apenas una promesa. Pocos se atreven a desafiar la hora. Las montañas que resguardan la ciudad, apenas dejan escapar unos pocos jirones de la luz de un sol que se antoja lejano.

La penumbra envuelve a la ciudad, la cobija, la acaricia. Adelante, un sendero de luces marca los caminos a explorar.

Al salir a la avenida, se descubre la majestuosidad de la Ciudad, ahora con mayúsculas. En el escenario central, la montaña se destaca en el trasluz del amanecer. La forma que le da nombre se recorta perfectamente. Es un espectáculo por si sola.

Las otras montañas también presumen su figura. Una acompaña todo el camino, interminable en la serie de picos, que semejan dientes combinados con letras. La otra, nos sigue un tramo, y luego dice adiós.

Una bandera sin viento se adivina sobre el cerro que se posesionó del centro de la Ciudad. El viejo Obispado la custodia y le hace los honores.

Algunas lomas insertadas a lo largo del camino, brillan por las luces de las casas que empiezan a despertar.

La silueta de los edificios compite con ellos, ostentosos en su altura y sus luces cuadradas.

Y debajo, un jardín de luces de mil tamaños ofrece la bienvenida.

Es la mejor hora para apreciar la Ciudad, adivinarla en sus rincones, y amarla entre sus calles perdidas.

Sin pudor alguno, somnolienta y despeinada, nos muestra sus secretos y nos ofrece su inocencia.

Es sólo unos minutos. Ya amanecerá y otra vez será gris, tal y como la verán los dormilones.

Pero nosotros, los madrugadores, sabremos que es bella.

 

 

 

 

Enero 21 de 2010

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