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Crónicas de la Nada

Pobres y ricos

Pobres y ricos

Tiempos hubo en que los ricos vivían con los pobres en los mismos barrios. Sus hijos trepaban a los mismos árboles, se metían en las mismas casas abandonadas y compartían la calle, la pelota y las anécdotas.

Eran iguales, en la calle y en la casa. La diferencia era el auto a la puerta, la comida más abundante en la mesa y las sábanas siempre con olor a nuevo en las camas.

La vecina pobre podía regañar al hijo del vecino rico si éste hacía travesuras de más. Y el pequeño respetaba.

La vecina rica podía recibir en su misma sala al niño con zapatos viejos y pantalones remendados sin sentirse agraviada por su pobreza.

Esa convivencia hacía surgir la solidaridad espontánea. Quienes tenían más recursos veían la necesidad a la orilla de la puerta y buscaban paliarla un poco, de manera sencilla, compartiendo la cena con los niños del vecino, regalándole un juguete en la navidad, o dándole un recomendación al muchacho para que pudiera trabajar decentemente.

Todo se acabó cuando los ricos decidieron crear sus ghetos. Construyeron sus mansiones en lo alto de la sierra o en lugares exclusivos a donde sólo se puede llegar en poderosos vehículos, y luego cercaron sus colonias para encerrarse a disfrutar su riqueza en sus mansiones.

Lo mismo hicieron los gobernantes, incluso los que alguna vez fueron pobres. Y entonces, pensaron que el mundo era hermoso, y que los pobres lo eran porque lo merecían, por borrachos, por flojos, por ignorantes.

Se convirtieron en carne de cañón para sus empresas y su servidumbre, y sus hijos los vieron con desprecio. Entonces se tendió un abismo tan infranqueable como el que hay entre el cielo y el infierno.

Por eso ahora los pobres son más pobres, y los ricos, siempre más ricos.
 

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