Mis estrellas
En la soledad de la noche, veo al cielo y apenas un lucero brilla en el centro del cielo.
Es una estrella, fiel compañera de la Luna, que va creciendo en la redondez de su embarazo que terminará en una Luna nueva.
¿Dónde fueron las estrellas que había en el cielo de mi niñez?
Todas se han perdido. Algunas brillan apenas, y su titilar semeja el estertor de la agonía. La luz de la ciudad las va matando, y nadie detiene esa masacre.
Cuando la vida era joven y prometedora, tenía un montón de tiempo que no se había vuelto oro. Era apenas una letra de cambio. Podía pasar las horas acostado en la banqueta de la calle viendo las estrellas por todo el firmamento. Luego, en la mocedad, la cajuela del auto paterno se volvió el balcón ideal para contemplar el cielo.
Miles de estrellas pendían en la bóveda celeste, aunque por las noches era tan oscura como el azabache.
Muchas noches, al volver a casa, me quedaba recostado viendo ese espectáculo celestial, tan grandioso que no había forma de pagar por verlo.
Para entonces, había descubierto que el cielo de mi ciudad en nada se comparaba al cielo del campo, donde las estrellas lo tachonaban de tal modo, que las constelaciones que nunca veía, se escondían tras otras estrellas.
Orión, las cabestrillas, las osas, los canes, era lo que alcanzaba a ver en el cielo de mi ciudad. Allá, en la tierra de mis ancestros, en cambio, se veían dragones, leones, toros, cangrejos, andromeda, y un sinfín de formaciones. Tantas como la imaginación lo permitía.
La última noche, al ver al cielo, no encontré ninguna. Todos, como Cenicienta, habían huido al filo de la medianoche, ahuyentadas por las estrellas artificiales que el hombre colocó en la tierra.
Desde mi atalaya vi miles de luces como astros, en formación simétrica, en líneas caprichosas, en tamaños diferentes, como si un moderno Prometeo hubiera logrado robarse las estrellas del cielo, para ponerlas en la tierra.
Se ven hermosas, pero las prefiero en el cielo.
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